Cuando en lo cotidiano de nuestras vidas estamos atentos y concientes, sentimos con nuestra compañera el amor que nos cautivó al conocernos, vemos la alegría en sus ojos, la juventud en la piel, sin que el tiempo cambie nuestro modo de ver y sentir.
Si cada día, en lugar de transformarse en rutina, encuentra el encanto de cada amanecer, único e irrepetible, cualquier acción toma un gusto especial. Preparar una comida, compartir una caminata, servir al otro en lo que nos toca hacer, se convierte en algo mágico, matizado con abrazos y una suave espera por acariciar la piel del ser amado.
Entonces no hay desgaste ni aburrimiento, sino el encanto de compartir plenamente todo lo que la vida nos trae, sin buscar seguridades, sin limitarnos mutuamente.
Así el amor se redescubre día a día. Renacemos en él a cada instante. Vivimos peligrosamente, ya que nuestro amor no pretende atar, sino dar libertad. Y en esa libertad nos sentimos cómodos y fascinados por cada nueva experiencia. Sentimos el calor del nido y no queremos alejarnos de él. Desde aquí podemos ver la inmensidad que nos rodea. No hace falta volar lejos. Estamos bien aquí…
Realmente hermoso. Ella está allí...y en el momento justo, se produce el encuentro.
ResponderEliminarMuy linda nota!
Saludos, María